Difusión del conocimiento científico en Europa a fines del siglo XIX
En la segunda mitad del siglo XIX, la divulgación científica se asentó en Europa en diversos formatos como conferencias, libros, revistas, nuevas enciclopedias, exposiciones, museos, observatorios, jardines botánicos y zoológicos.
Aunque existen obras precedentes como Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, tolemaico e copernicano (1632) de Galileo Galilei, y la primera gran Encyclopédie (1750-1772), de los filósofos Denis Diderot y Jean Le Rond D'Alembert, fue en este período que se definió como género educativo y de entretención para un amplio público (de Semir, 2002).
Con el fin de acercar la ciencia a los marcos conceptuales de estos nuevos lectores considerados como una "mayoría inculta" (de Semir, 2015), el lenguaje se adaptó, su contenido se simplificó y el texto se acompañó de ilustraciones (Fernández Polo, 1999).
Para el editor de la Colección Biblioteca de las Maravillas Édouard Charton, los dibujos cumplieron un rol pedagógico, sobre todo en lectores populares recientemente alfabetizados (Aurenche, 2012), pues permitieron visualizar conocimientos teóricos, y representar lo que unos pocos podían presenciar en sus experimentos (Sánchez y Barroso, 2014).
La proliferación de este tipo de obras se enmarcó en el positivismo, corriente de pensamiento que afirmó que el conocimiento de la realidad debía sustentarse en el método científico.
Su uso contribuyó a la industrialización del mundo editorial y a la creación de grandes grupos editoriales como Larousse y Hachette en Francia (de Semir, 2002).
Con el tiempo se transformaron en un espacio alternativo al académico destinado también a científicos autodidactas. A diferencia de los textos dirigidos a un público universitario, estos buscaron transmitir el saber científico e incorporarlo en la vida cotidiana de los lectores (Roqueplo, cit. en de Semir, 2015: 155).
"Traducción simultánea" y piratería editorial: del francés al castellano
Estas colecciones bibliográficas se tradujeron de manera casi simultánea a su publicación francesa, debido a la alta demanda de volúmenes de divulgación científica en países de habla hispana.
Para asegurar una adecuada interpretación y uso de neologismos científicos, las ediciones en castellano de la Biblioteca de las Maravillas estuvieron a cargo de autores españoles con conocimientos en la materia.
En este país europeo la traducción generó un interés y debate desde comienzos del siglo XVIII, y se transformó en un medio de arribo de la ciencia ilustrada (Lafarga, 1999). Las labores de traductores y editores incluyeron desde la corrección del texto, hasta su nacionalización o adaptación cultural a "los gustos, usos y costumbres" del país para el que se tradujo (Urzainqui, 1991: 633).
En este proceso de cambio de una lengua a otra la difusión del material sufrió modificaciones, o incluso la pérdida de su filiación de origen. Circularon así versiones alternativas o "piratas", que llegaron a nuevos lectores pese a que no contaron con autorización para su publicación y circulación (Balazs, 2012).
Uno de los principales esfuerzos para terminar con la piratería internacional fue el "Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas", firmado por Alemania, Bélgica, España, Francia, Reino Unido, Italia, Suiza y Túnez en 1886.
En adelante se prestó mayor atención a esta práctica, y se crearon nuevas regulaciones y sanciones. Tal fue el caso de los derechos de autor, cuyo cumplimiento fue un ejercicio de "triangulación entre […] el acceso barato a obras extranjeras, los intereses de las editoriales locales y las demandas de los socios comerciales internacionales" (Balazs, 2012: 440).
Aunque a fines del XIX, las editoriales europeas perdieron interés por las colecciones de divulgación (Tesnière, 1993), la difusión del conocimiento científico para un público no especializado prevaleció, y hoy se manifiesta en múltiples medios, como series documentales, programas televisivos y revistas (de Semir, 2015).
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